miércoles, 29 de abril de 2015

Vuelven las historias

El lunes retomamos el Taller de Introducción al Periodismo de la cooperativa ELBA. Luego de leer un texto del escritor Pablo Ramos, surgieron nuestras propias historias de verano. La consigna era contar algo que haya pasado durante este u otro verano o alguna anécdota ligada al mundo del trabajo, ya que se avecina el Día del Trabajador.


Dulce salida laboral
Por Gladys

  Año 2013. Sin saber bien qué hacer en cuanto al trabajo me dediqué a cuidar niños, de los cuales una tiene tres meses de edad y es maravillosa e inteligente. Los padres, dos huidos de la realidad terrenal, volando, siempre, entre la diosa blanca y la fantasía verde, igualmente los amo y respeto su decisión de llevar la vida. Hoy la niña tiene dos años y de verla todos los fines de semana me gané el más preciado título de ser su ABU. Realmente espero cada fin de semana para verla y escucharla, por ahora no tengo nietos y los deseo con cariño y amor para cuando lleguen a este planeta Tierra.
  Ahora sólo sueño con completar mi deseo de tener nietos, y saboreo el día y noche que me da la monona tomando mate a las ocho de la mañana del día sábado. Me despido de ella al mediodía, subo al colectivo montada en caballos alados, palabras y cuentos a media lengua, realmente feliz de que Dios me haya dado esta salida laboral tan dulce. Los padres también agradecidos de haberme encontrado. 
  A veces deseamos la paz y nos llega de diferentes maneras. La mía fue ésta.



Experiencia de verano 2014
Por Ana Na

  Después de muchos años de no tener vacaciones y salidas por otros lugares decidí ir a Córdoba, a Villa General Belgrano. La elección no fue aleatoria, allí estaba mi hija viviendo una experiencia y quise conocer el lugar, además de compartir mucho tiempo con ella.
  Fue hermoso disfrutar de ese panorama y con el pasar de los días me propuse trabajar allí y conocer más a fondo el lugar y la ideología de ese lugar lleno de historia. Lo recorrí casi todo ofreciendo mi experiencia en la búsqueda de un trabajo. Fueron días interminables de caminar hasta que en el último día llegó la oferta.
  Regresé a Buenos Aires esperando cumplir con la fecha de comienzo laboral. Por fin llegó el momento del regreso a la Villa y empezar un desafío en algo diferente a lo habitual. Estaba como responsable en la cocina de un restaurante de comida de Medio Oriente. ¡Qué linda experiencia!
  Compartí mi vida con gente que vivía allí y por sobre todo con turistas.
  Algunos muy graciosos y otros apurados para aprovechar su tiempo vacacional. Todos tomaban fotos del lugar con ambientación muy típica y tradicional, hasta tuve que prestarme a que me tomaran fotos a mí. Como tenía un cierto tiempo de descanso por las tardes, salía a caminar y lo extraño fue escuchar en diferentes lugares:
--Sí, ¡estoy aquí rodeado de nazis!
--¡Vine a la villa donde viven los nazis!
  Pero nunca vi que se haya hecho tal discriminación a la gente sino que por el contrario se cuidaba al turismo de cualquier lugar.
  Pero la historia sobrepesa sobre la gente y se autodiscrimina sin saber qué piensan los lugareños. A pesar de todo ese lugar lo elegiría como lugar de vida en contacto con la hermosa paz y naturaleza que lo identifican.
  ¡Quisiera volver e instalarme allí!

Perdida en la montaña
Por María Daniela Yaccar

  A los veintitantos me fui de mochilera con una amiga, al norte. Mis padres se oponían. Mi novio de aquél momento, también. No me importó: me fui. Ya estaba enamorada de ese paisaje, de la comida, de su gente. Del clima, de ese calor, que se manifiesta, para mí, en su gente. La gente del norte es cálida, la del sur es fría, pienso que los climas efectivamente influyen en las almas de las gentes.
   Fue uno de los viajes más hermosos de mi vida. Yo, veintidós años, la sensación de tener toda la vida por delante, y la sensación de libertad que producen, en el cuerpo y en la mente, los viajes en los que lo que más vale la pena es lo imprevisto. No hay itinerarios, no hay excursiones pagas, es la carpa, las estrellas, la irregularidad, las amistades de camping, el fogón, canciones populares, cenas comunitarias, no saber qué va a pasar mañana ni adónde vamos a ir. Decidir sobre la marcha. Pero hay cosas inesperadas de diferente grado.

  Inesperado es que se vuelen las bombachas que colgaste arriba de la carpa en un día de viento.

  Inesperado es, también, quedar perdido y atrapado entre montañas, un río y rocas.

  Promediando el viaje, nos metimos con mi amiga --y unos murgueros que habíamos conocido al principio-- en Los Colorados, un paisaje que se podía recorrer a través de un camino bastante dificultoso, de piedras y de montañas a escalar. Me llamó poderosamente la atención que antes de entrar nos pidieran el DNI. “Por si se pierden”, dijo alguien.
  Estaba la opción de meterse con guía o solos. Nos hicimos las valientes y respetamos la lógica que venía teniendo nuestro viaje. Nada de guías, nada predeterminado. Azar, casualidad, sensualidad de las cosas sin mediatización. Nos metimos solas, con nuestros compañeros de ruta.
  “Chicos, ¡vuelvan! Está empezando a oscurecer”, recuerdo que alguien advirtió en el complejo camino, que mi amiga recorrió en ojotas y yo en alpargatas. En el camino aparecían varias cascadas, a medida que avanzábamos los saltos eran más grandes. Decidimos empezar el retorno. Pero nos dimos cuenta de que estábamos perdidos. “¿No pasamos, ya, por acá?”

  Sí. Ya habíamos pasado.
  Sí. Oscureció.
  Sí, mi amiga en ojotas; yo en alpargatas.
  Sí, perdidos.
  Corríamos. Mi amiga se quedaba atrás, se alejaba, tropezaba, había salido la luna.
  Iluminábamos el sendero pedregoso con nuestros celulares.

  No, no teníamos linterna.
  No, comida tampoco.
  Tampoco abrigo. Short, musculosa, alpargatas.
  Frío, hambre, agotamiento.
  No sabíamos dónde cornos estaba la salida (o la entrada).
  Nos rendimos. Nos quedamos a dormir, entre comillas, ahí. Era preferible eso a caernos contra las piedras, porque no veíamos nada. Hicimos un fogón, conversamos a orillas del río. Estábamos con frío, hambre, incertidumbre. Cada vez que me quedaba dormida, las piernas se me caían arriba de las llamas. Pensé en mamá, en mi novio. Estarían preocupados.
  Tenía miedo de no salir más de ahí.

  Al otro día caminamos cuatro horas, sin fuerza, y encontramos la salida.
  Volví a la carpa como si volviera al útero materno. Me comí seis facturas y me hundí en el sueño más profundo, hasta que otra vez llegó la noche.