martes, 20 de octubre de 2015

Malosetti y Goldman, como en el living de casa

Por Ana Na

En su cumpleaños número 19, el dúo ofreció un concierto íntimo en Casa Vicente, el que destacó el bajo perfil de los músicos, un sello propio.

La previa
  La red social de Facebook anunció que sería el 19º cumpleaños del Dúo Malosetti Goldman y para la ocasión se haría un concierto en Casa Vicente, con reservas por mail para poder asistir.
  Raúl Malosetti había sido mi profesor de guitarra en una época muy especial para mí. Fue mi terapia acudir a sus clases, su música me liberaba de malos pensamientos y me divertía mucho participar en un grupo de música. Si bien había participado de cumpleaños anteriores y otros recitales no resistí la tentación de volver a verlos.
  Hice las reservas casi con un mes de anticipación, iría con un amigo que también era fanático del Dúo.
  Después de una larga espera de días por fin llegó el sábado 8 de agosto. Me encontré con mi amigo y fuimos a la calle Enrique Martínez, en Colegiales.
  El día fue medio lluvioso e inestable, mucha humedad en Buenos Aires, esa llovizna que molesta y no moja.
  Llegamos al lugar casi media hora antes, ansiosos de llegar a tiempo. La casa no decía nada, era una casa particular sin carteles ni anuncios y al escuchar el sonido del charango nos dimos cuenta de que ése era el lugar. La puerta de madera de la antigua casa no tenía timbre, sólo un llamador que golpeaba la puerta con el impulso de la mano. “Toc…toc…”. Un joven me atendió y dijo si podíamos esperar en la vereda ya que estaban terminando los arreglos del lugar.
  No había nadie aún, pero de a poco se fue convocando la gente en el lugar y de pronto salió de un auto una mujer joven que se dirigía a mí. No la reconocí. Al principio pensé que acudía a nosotros para preguntar algo. Era Fabiana, una vieja amiga que también estaba conmigo en el grupo de guitarra. ¡Qué abrazo tan fuerte nos dimos! Hacía más de dos años que no la veía y también venía al evento junto a su marido.
  Nos abrieron la puerta y ya éramos más de una decena de personas, que no me parecía mucho.
  Santiago, quien se comunicaba conmigo por mail para las reservas, fue quien nos atendió y muy gentilmente nos hizo pasar a la casa ofreciéndonos una ubicación y si deseábamos comer o tomar algo.
Nos ubicamos en unos asientos de piedra con almohadones pegados a la pared. Había muchas sillas rústicas y más almohadones por el piso. Un living. Cálido decorado con instrumentos en las bibliotecas, guitarras colgadas en la pared, bombos, tamborines y otros instrumentos diferentes tipos por todos lados.
  Una puerta comunicaba con un hermoso patio lleno de plantas y allí estaba Raúl con su señora Claudia. Le tapé los ojos para que adivinara quién era. Después de varios intentos y nombres pronunció el mío. Nos abrazamos con mucho afecto y alegría al igual que con su señora. Nos contamos como estábamos tanto uno como el otro y la gente fue llegando a saludarlo, por eso me aparté.
  Fuimos a la cocina donde servían bebidas y sánguches calientes tipo gourmet, nos atendieron y en el patio estuvimos hasta que la gente comenzó a acomodarse para el show.
  Qué sorpresa, cada vez más gente en la casa. El living estaba completo y hasta nos ocuparon nuestros asientos, que por supuesto nos devolvieron. Gente joven, mediana y adulta; hasta niños había. Me pareció increíble cómo se colmó la casa.
  El espacio de Casa Vicente se llamaba “Música en el Living”.
Una vez todos sentados, Santiago tomó el micrófono, nos dio la bienvenida y anunció el comienzo del evento. Las luces se fueron apagando y quedó un clima de armonía con luz difusa detrás de los músicos.

El show

  Comenzaron a sonar las cuerdas de la guitarra y del charango, el silencio del público fue absoluto.
  Me transporté con la música como si hubiera estado en una nave que me llevaba muy alto al sinfín de las estrellas. Cada tema era una ovación.
  Surgían comentarios de Rolando Goldman, muy graciosos, acompañados por los de Raúl.
  Cada tema que interpretaban era anunciado por su título y una cierta explicación del porqué del título, algunas veces muy simpáticas. La interpretación me transmitía todos los estados de ánimo que lo relacionaban con su nombre.
  Me fundí en el espacio. Como sin sentir que el tiempo transcurría. Cada vez más me integraba a la música. Fue una sensación muy intensa.
Me hizo vibrar hasta la fibra más oculta como siempre que los escuché.
No puedo recordar cuantos temas ejecutaron pero para mí era como si recién comenzara el espectáculo.
  Anunciaron la última canción y no podía creer que ya había llegado el fin.
  Quedé sin aliento en algunas interpretaciones. La verdad que me sentí poseída.
  Tocaron el último tema y el público y yo pedimos más, todos de pie aplaudiendo el mejor de los conciertos.
  Volvieron a sentarse y nuevamente el sonido de las cuerdas acariciaba mis oídos.
  Fue tal la concentración que se olvidaron de que era el cumpleaños.
  En medio de risas cantamos todos juntos el “Feliz cumpleaños” que se canta en el norte, que nada tiene de relación con el tradicional canto que solemos cantar. Mucho más emotivo y gracioso y también participativo con el público.
  Llego la torta. Soplaron las velitas y pensaron en lugar de tres deseos uno y medio cada uno. Eran dos, el Dúo Malosetti Goldman, que por tantos escenarios del mundo y de la Argentina recorrieron manteniendo siempre el mismo bajo perfil.
  Hasta comentaron que su música fue elegida para fondo de varias películas documentales muy reconocidas.
  Merecido aplauso.
  Brindis con ellos.
  Comentarios alusivos y otros personales.

  Es como si hubieran hecho un show en familia en la sala del living.

Cosa de niños

Por Pamela Almirón

  Mis abuelos eran caseros de una fábrica. Un par de oficinas de esta fábrica tenía ventanas que daban al patio-terraza de mis abuelos. En una de esas oficinas se formaba un cementerio de colillas de cigarrillos, porque una mujer que trabajaba ahí, era una “chimenea”, como se suele llamar a la gente que fuma mucho. Tiraba los restos de los cigarros por las plantas, de acá para allá. No terminaba uno, que se prendía otro. Y eso lo sabía, no porque la hubiese visto, sino porque había suficiente evidencia como para determinar que los tiraba a mitad de su cometido: fundirse totalmente a pitadas.  
  Un día --yo tendría unos 5 ó 6 años-- visualicé a mi cigarrillo víctima, estaba ahí tirado.    La cocina daba al patio, así que entré sigilosamente, no quería que nadie me viera, miré de un lado a otro y agarré la caja de fósforos con rapidez. Como un asesino que agarra su bendito cuchillo. 
  Cigarrillo y caja de fósforos en mano me dirigí a una partecita no muy lejos del lugar.      Ansiosa prendí el cigarro, no me acuerdo de qué manera pero seguro que fue ridícula. Di mi primera pitada y resucité al cigarrillo. 
  Tragué el humo, no sé cómo y empecé a toser.
  Perfeccionista yo, no podía creer que eso era todo. 
No me gustó. Seguramente lo hice mal, una no puede toser así, así que intenté una vez más y no funcionó. A todo esto mi primo andaba por ahí, no me acuerdo en qué momento apareció. Tenía un año menos que yo, y le sugerí que le diera una pitada al cigarro. Creo que no lo hizo.  
  Pasó el tiempo, y una vez que estábamos teniendo un almuerzo familiar, mi primo contó lo que había hecho, acusándome con una risita burlona. “¿Te acordás cuando...?”.Yo le dije que se calle y negué todo, sonando lo más tranquila que pude. Me pareció que nadie le dio importancia, porque yo chiquita viva me reí y lo dejé como un nene fabulador.          Dicen que los niños siempre dicen la verdad. Y bueno… también la saben esconder.

Pobres angelitos

Por Ana Na

  Mis padres casi nunca me dejaban al cuidado de mis hermanos mayores. Pero un domingo de algún año de la década del sesenta me quedé en casa con mi hermano y una sobrina nuestra, de un año. Él tenía nueve años más que yo. Yo tenía nada más que diez.
  No recuerdo cuál fue la razón por la que nos quedamos solos, pero sí una gran discusión que terminó en terrible pelea. El departamento no era muy grande, ahí vivíamos con mis padres, mi otra hermana ya estaba casada y su hijita era la sobrina que yo cuidaba aquél día.
  Mi hermano, abusando de su fuerza y de su cuerpo --obviamente más grande que el mío-- comenzó a pegarme muy fuerte. Estaba en la cocina a punto de prepararle la comida a mi sobrina y sentí que cada vez tenía más cerca al gigante, que sus manos alcanzaban mi cuerpo, en forma de cachetadas y golpes muy fuertes con sus puños. Una y otra vez sentía el dolor. Bajé mi cara y con mis brazos cubrí a mi sobrina mientras sentía que cada vez eran más intensos los golpes. Una descarga, una ametralladora.
     Gritaba… Pedí  protección… Pero nadie acudió a mi llamada.            
     En un momento de descuido abrí la puerta y escapé con mi sobrina a cuestas, y por las escaleras de ese cuarto piso subí hasta el octavo comiéndome los escalones y llegué hasta donde vivía la encargada del edificio. Lloraba incansablemente y llena de miedo de que mi hermano fuera en mi búsqueda, pero por suerte me salvé.   
    Me sentía protegida en el hogar de los encargados del edificio, y ya más calmada escuché unas sirenas muy fuertes y pregunté qué era eso. La señora respondió que seguramente algún vecino al escuchar mis gritos había llamado a la Policía y --pensé-- venían por él.
     Yo guardé el secreto ya que era mi hermano.
     Pasaron los años y ese trance pasó a la historia pero nunca pude olvidar el mal momento.
     Cuando sucedió este episodio, yo sabía, porque me lo habían contado, que mi familia atravesaba un duelo. Otro hermano mío, un año menor que el que me pegó, falleció mientras jugaban juntos en el muelle de la vieja casona de Tigre. Vio como caía al agua una de sus zapatillas y patinó, resbalando al río. La corriente lo llevaba y la empleada que los cuidaba, en lugar de pedir auxilio, simplemente llamó por teléfono para avisar del accidente a mis padres. Apareció su cuerpito flotando luego de varios días cerca del puerto de frutos de la zona. Yo no había nacido aún.
     Claro que a los diez años no conecté ambos hechos. Ya en la adolescencia comprendí muchas cosas y entre ellas la agresión de mi hermano: comprendí su impotencia por haber vivido semejante accidente y por no poder hacer nada. Mantuvo esa violencia, esa agresividad, durante toda su vida, por no haber encontrado la ayuda necesaria para superar lo vivido.

Retrato familiar

Por María Silvina Prieto



  La duda me quema desde hace muchos años. Pero por una cuestión de respeto y madurez me atreví a formular la pregunta hace apenas mes y medio.
--Má, ¿quién fue tu mamá?   Supe desde siempre que mi mamá es hija adoptiva y por ese motivo me intriga saber quién habrá sido mi verdadero antepasado. Según lo que se contaba siempre en la familia, mi abuelo tuvo una aventura extramatrimonial con una señorita que luego de algún tiempo quedó embarazada.
  Dio a luz a mi mamá y después de estar internada unos cuarenta días falleció. Nunca supe cómo se llamaba; lo que sí me consta es que tenía el mismo factor sanguíneo que mi mamá, RH negativo, y que eso tuvo algo que ver con su deceso. Mi abuelo se hizo cargo de la beba y la llevó a vivir a su casa.
  Su esposa legítima hacía algún tiempo había quedado embarazada pero la beba había fallecido al mes, de muerte súbita. Imagino que no habrá sido nada fácil enterarse de una infidelidad, cargar con el duelo de su propia hija y, encima, tener que criar a una hija ilegítima. Corrían los años '40 y en esa época no se tenía la mentalidad abierta que existe en la actualidad. 
  Por un largo tiempo todos vivieron como si nada hubiera pasado y así la historia se fue acomodando a la familia. Mi madre creció sabiéndolo todo, pero le faltaba lo fundamental: el nombre de su madre. Ya más grande mamá se casó y al año nací yo.
  Mis abuelos maternos y mis padres y yo vivíamos en una casa alquilada en el barrio de Villa Urquiza. Era una casa grande que los fines de semana albergaba a las hermanas de mi abuelo y almorzábamos todos juntos como una gran familia. Después de comer las mujeres lavaban la vajilla y preparaban el café y los hombres se retiraban a conversar de fútbol y de boxeo.
  Recuerdo que cuando alguna de las tías hablaba del tema me mandaban a jugar a otro lado pero, con la picardía que tiene todo niño, yo escuchaba  detrás de la puerta. Así me fui enterando de algunos secretos familiares que sólo entendí cuando fui más grande.
  No sé si será común, pero el crecer con tantos secretos alrededor hace que la mente de cualquier adolescente tenga cierta confusión. Fue por eso que a la edad de 13 años empecé a pensar que yo también podía ser adoptada. Fabulé mucho tiempo con ese tema, pensando incluso que mis verdaderos padres eran extranjeros. De más está decir que mis dudas eran infundadas y que a mi madre no la cambiaría por nadie en este mundo.
  Además de todos los acontecimientos vividos, las relaciones familiares nunca fueron buenas, cosa que dificultó siempre cualquier tipo de averiguación sobre este tema en particular. El factor tiempo también nos jugó en contra, porque se dilató tanto la investigación que la mayoría de los parientes se llevaron el secreto a la tumba.
  Siento mucha impotencia de no poder brindarle a mi madre más información que la que tenemos. Existiendo en el mundo una herramienta como el ADN o poder recurrir a organismos de Derechos Humanos, en este caso es tarde y no sirven de nada.
  Mamá ya tiene 76 años y cada vez que la miro sigo viendo en sus ojos esa incógnita que nunca podrá develar.
  ¿Quién habrá sido su mamá?