domingo, 7 de septiembre de 2014

Cuentos

Un día, nos visitó una narradora al taller, Tamara Aguilera. Nos contó cuatro cuentos: “Celso y Dios”, de Mauricio Linares, “Aplastamiento de gotas”, de Julio Cortázar, “La función del arte”, de Eduardo Galeano, y “Los ancianos fieles”, de Javier Villafañe.
Escribimos inspirados en estos textos. Facu continuó “Celso y Dios”, y Anita escribió un texto con elementos fantásticos.

Final de Celso y Dios
Por Facundo Arias
  Luego Celso pensó y pensó, después se fue el cura. Celso dio por asumido que extrañaban a aquél narrador que solía ser, y volvió a Buenaventura, donde el cura lo recibió sorprendido de qué había pasado por puerta de su habitación.
  El cura le dijo:
--Celso, no puedo creer lo que he visto.
  Celso sorprendido le dijo:
--¿Qué pasó, padre?
  Luego el cura le contó lo siguiente:
--Celso, ¡he visto unas colillas de cigarrillos y botellas de ron! Al principio parecía una broma hasta que vi todos los martes a las 6.30 de la mañana esas cosas…!
  Celso llorando lo abrazó al cura y lo calmó.
  Luego Celso comenzó a invitarlo todas las mañanas de los martes.
  El cura se hizo amigo de Celso y Dios empezó a conocer al cura y le dio un mensaje:
--Sólo los que me ven están en mí, los que no creen, están en mí, también y solo aquel que busque la libertad como una paloma blanca, conseguirá la gloria.
  Y así es como la gente, gracias al cura, no sólo creyó en las locuras de Celso sino que también transmitió ese mensaje que Dios le había dado.

Por Ana Na
  Marina estaba muy triste y desconsolada. Había terminado su relación con Ezequiel. ¡Otra vez sola! Fue su segunda pareja, con la que tuvo un amor muy intenso.
  ¿Dónde ir? ¿Qué hacer?
  No aguantaba más esa angustia, encerrada en su casa. Decidió entonces ir a su lugar preferido, la plaza. En esa enorme plaza ella encontraba siempre las respuestas a sus preguntas, encontraba la paz.
  Llegó hasta la hamaca que siempre la mecía, y allí se quedó, pensando y tratando de encontrar el camino para no sufrir más.
  Ese lugar siempre estuvo vacío, no iban los niños a jugar como en otras plazas. Era ella, Marina, los árboles, los juegos y la plaza.
  La tarde iba cayendo, asomaba el atardecer cuando de pronto sintió que no estaba sola y le acariciaban el hombro.
  Era un duende, ella lo miró y le dijo:
--¿Quién eres?
--Tu ángel—respondió con voz suave, tomándole su mano.
--¿A qué vienes? ¡Nunca estuviste aquí!
--Para decirte que eres joven y muy bonita y la vida no terminó para ti. Algo bueno y mágico sucederá, eres muy tierna aún.
  Marina asintió con su cabeza. Pero cuando estaba dispuesta a preguntarle cómo seguiría su historia, no había nadie a su alrededor. En ese momento despertó con las mejillas mojadas por sus lágrimas.
  Miró hacia el cielo, con sus ojos bien abiertos, como queriendo contar las estrellas, y éste, colmado de estrellas y una luna grande y radiante, y alcanzó a ver entre tantas estrellas de diferentes formas, una, la que brillaba más fuerte, que parecía decirle: ¡adelante! ¡arriba que no estás sola!

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