martes, 20 de octubre de 2015

Pobres angelitos

Por Ana Na

  Mis padres casi nunca me dejaban al cuidado de mis hermanos mayores. Pero un domingo de algún año de la década del sesenta me quedé en casa con mi hermano y una sobrina nuestra, de un año. Él tenía nueve años más que yo. Yo tenía nada más que diez.
  No recuerdo cuál fue la razón por la que nos quedamos solos, pero sí una gran discusión que terminó en terrible pelea. El departamento no era muy grande, ahí vivíamos con mis padres, mi otra hermana ya estaba casada y su hijita era la sobrina que yo cuidaba aquél día.
  Mi hermano, abusando de su fuerza y de su cuerpo --obviamente más grande que el mío-- comenzó a pegarme muy fuerte. Estaba en la cocina a punto de prepararle la comida a mi sobrina y sentí que cada vez tenía más cerca al gigante, que sus manos alcanzaban mi cuerpo, en forma de cachetadas y golpes muy fuertes con sus puños. Una y otra vez sentía el dolor. Bajé mi cara y con mis brazos cubrí a mi sobrina mientras sentía que cada vez eran más intensos los golpes. Una descarga, una ametralladora.
     Gritaba… Pedí  protección… Pero nadie acudió a mi llamada.            
     En un momento de descuido abrí la puerta y escapé con mi sobrina a cuestas, y por las escaleras de ese cuarto piso subí hasta el octavo comiéndome los escalones y llegué hasta donde vivía la encargada del edificio. Lloraba incansablemente y llena de miedo de que mi hermano fuera en mi búsqueda, pero por suerte me salvé.   
    Me sentía protegida en el hogar de los encargados del edificio, y ya más calmada escuché unas sirenas muy fuertes y pregunté qué era eso. La señora respondió que seguramente algún vecino al escuchar mis gritos había llamado a la Policía y --pensé-- venían por él.
     Yo guardé el secreto ya que era mi hermano.
     Pasaron los años y ese trance pasó a la historia pero nunca pude olvidar el mal momento.
     Cuando sucedió este episodio, yo sabía, porque me lo habían contado, que mi familia atravesaba un duelo. Otro hermano mío, un año menor que el que me pegó, falleció mientras jugaban juntos en el muelle de la vieja casona de Tigre. Vio como caía al agua una de sus zapatillas y patinó, resbalando al río. La corriente lo llevaba y la empleada que los cuidaba, en lugar de pedir auxilio, simplemente llamó por teléfono para avisar del accidente a mis padres. Apareció su cuerpito flotando luego de varios días cerca del puerto de frutos de la zona. Yo no había nacido aún.
     Claro que a los diez años no conecté ambos hechos. Ya en la adolescencia comprendí muchas cosas y entre ellas la agresión de mi hermano: comprendí su impotencia por haber vivido semejante accidente y por no poder hacer nada. Mantuvo esa violencia, esa agresividad, durante toda su vida, por no haber encontrado la ayuda necesaria para superar lo vivido.

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