Por Pamela Almirón
Mis abuelos eran caseros de una fábrica. Un par de oficinas de esta fábrica tenía ventanas que daban al patio-terraza de mis abuelos. En una de esas oficinas se formaba un cementerio de colillas de cigarrillos, porque una mujer que trabajaba ahí, era una “chimenea”, como se suele llamar a la gente que fuma mucho. Tiraba los restos de los cigarros por las plantas, de acá para allá. No terminaba uno, que se prendía otro. Y eso lo sabía, no porque la hubiese visto, sino porque había suficiente evidencia como para determinar que los tiraba a mitad de su cometido: fundirse totalmente a pitadas.Un día --yo tendría unos 5 ó 6 años-- visualicé a mi cigarrillo víctima, estaba ahí tirado. La cocina daba al patio, así que entré sigilosamente, no quería que nadie me viera, miré de un lado a otro y agarré la caja de fósforos con rapidez. Como un asesino que agarra su bendito cuchillo.
Cigarrillo y caja de fósforos en mano me dirigí a una partecita no muy lejos del lugar. Ansiosa prendí el cigarro, no me acuerdo de qué manera pero seguro que fue ridícula. Di mi primera pitada y resucité al cigarrillo.
Tragué el humo, no sé cómo y empecé a toser.
Perfeccionista yo, no podía creer que eso era todo. No me gustó. Seguramente lo hice mal, una no puede toser así, así que intenté una vez más y no funcionó. A todo esto mi primo andaba por ahí, no me acuerdo en qué momento apareció. Tenía un año menos que yo, y le sugerí que le diera una pitada al cigarro. Creo que no lo hizo.
Pasó el tiempo, y una vez que estábamos teniendo un almuerzo familiar, mi primo contó lo que había hecho, acusándome con una risita burlona. “¿Te acordás cuando...?”.Yo le dije que se calle y negué todo, sonando lo más tranquila que pude. Me pareció que nadie le dio importancia, porque yo chiquita viva me reí y lo dejé como un nene fabulador. Dicen que los niños siempre dicen la verdad. Y bueno… también la saben esconder.
No hay comentarios:
Publicar un comentario