Por María Silvina Prieto
Expectantes, esperábamos su entrada. En cualquier momento estaría
bailando entre nosotras. ¿Traería las mejores joyas? ¿Llegaría con su
chofer?
A las 8.30, el ruido ensordecedor de un carro de metal con las ruedas
chuecas por tantos años de uso nos avisó que estaba listo el desayuno:
un mate cocido color verde sobrenatural. No lo bebería ni el perro más
sediento. Así es el despertar, todas las mañanas, de las mujeres que
habitan la unidad 31 de la cárcel de Ezeiza. Popularmente se la conoce
como “country de Ezeiza” y se la suele catalogar como cárcel modelo.
Se destaca por estar rodeado de hermosos campos verdes, que se ven
hasta que la vista se pierde en un horizonte anaranjado. Los grandes
ventanales de sus edificaciones dan a la autopista, recorrida por un
tráfico interminable, y su fondo limita con un campo donde se cría
ganado. Los amaneceres en este lugar no tienen comparación con los de
ninguna parte del mundo. El paisaje es hermoso, pero lo que ocurre
dentro del predio es otra historia. En su momento, para entrar a este
penal debías ostentar ciertas cualidades, como una muy buena conducta o,
simplemente, ser madre. La unidad se dividía en dos sectores: el “a”,
que alojaba a estudiantes y trabajadoras, y el “b”, donde estaban madres
con sus hijos menores de cuatro años.
Las diferencias podían deberse a distintos motivos, pero el fundamental
era la superpoblación de la Unidad 3 (ahora Complejo Penitenciario IV)
con más de 800 personas, contra 150 de la 31. La convivencia entre
mujeres y sus diferentes condiciones jamás fue fácil. No estaba mal
aceptar la imposición de horarios fijos, tareas laborales, estudios,
recreación o actos patrios; lo malo era que la mayoría no estaba
acostumbrada a una rutina y la vida loca prevalecía.
Las casi 200 mujeres de este verdadero jardín del Edén penitenciario
nos habíamos enterado por los programas de chimentos y por los
noticieros que una “celebridad” había caído en desgracia. En cualquier
momento, iba a hacer su aparición.
Seguíamos con tanta atención la vida de la diva que no nos dimos cuenta
de que ya estaba entre nosotras. La habían traído de incógnito y no la
podían alojar en pabellones comunes porque transitaba un post-operatorio
de una lipoescultura reciente. Así, vendada e inflamada, no podía
mostrarse en público. Por eso, pasó su primera etapa en cautiverio en el
centro médico de la unidad.
Una mañana muy temprano, envuelta entre uniformes grises y borceguíes
negros, la llevaron hasta el Pabellón 17, el de ingreso. Un galpón con
techo de chapa, camas cuchetas empotradas al piso, un corredor entre el
espacio de las camas, con mesas y sillas plásticas que hacía las veces
de comedor, un patio pequeño, una cocina y un baño con tres duchas y
tres inodoros para cuarenta personas.
“Imposible vivir en estas condiciones”, habrá pensado la doctorcita.
Planeó una estrategia: luego de hacer la fila correspondiente y esperar
su turno, desde uno de los teléfonos públicos de los pasillos centrales,
llamó a algún programa de televisión y propagó el rumor de que la
querían violar.
Lejano de la realidad. La gente que la rodeaba estaba en la misma
situación que ella o peor. Las personas que recién ingresan a un penal
suelen tener el ánimo por el suelo, la autoestima baja: obligadas a
convivir con treinta y nueve mujeres que no conocen, están preocupadas
por sus familias. En ese contexto, no quedaba energía como para pensar
en una recién llegada, que solo conocían por los medios.
Pero el chiste le salió bien. Luego de que las noticias y los abogados
alertaran a las autoridades, ese mismo día Giselle Rímolo fue conducida
al Pabellón 6. Si bien continuaba detenida, las celdas eran
individuales, había lavadero, cocina- comedor, patio y baño con dos
inodoros y tres duchas para nueve personas.
La calidad de vida había cambiado, pero luego de esa difamación la vida
de la doctorcita no pudo ser la misma. Tanto el pabellón afectado como
el resto de la gente empezó una guerra que duraría hasta que ella se
fuera. Nadie hace semejante comentario y se queda a vivir tranquilo en
un penal. Pero como las noticias de hoy envuelven los huevos de mañana:
el tema se fue olvidando y, con la llegada de nuevas compañeras, casi
nadie se acordaba de Giselle.
El club de las rubias
En ese momento vivía en el Pabellón 7 y ya había trazado mi rutina de
trabajo y estudio. Trabajaba como fajinera (persona que se encarga de la
limpieza) en la sección Educación y también organizaba la biblioteca.
Me anotaba en cuanto curso se dictara (poesía, guitarra, taller
literario, programación, inglés). Tenía que ocupar mi tiempo en cosas
productivas y dejar de pensar en el tiempo que iba a pasar ahí. Así y
todo no estaba ajena a las noticias y rumores de las compañeras nuevas
que iban ingresando. En esa época hubo varias y bastante famosas: la tía
de un gobernador bonaerense dedicado en su juventud al deporte (a la
que venía a visitar asiduamente un corredor de turismo carretera), la ex
esposa de un afamado empresario del rubro de los electrodomésticos con
cadena de negocios en todo el país, una señora mayor cuyo apellido
estaba ligado al de una conocida marca de autos italianos, otra señora
muy distinguida de la sociedad de una provincia central del país, cuyo
apellido estaba ligado al de famoso presidente argentino. La lista
podría continuar con otros nombres de mujeres que por alguna u otra
razón se han salido del camino del bien para transitar el mundo de la
adrenalina. Nadie está exento de visitar estos pasillos
Un mediodía, al volver de mi trabajo para almorzar, me encontré con una
recorrida de jefas, incluida la de Seguridad Interna. Esas visitas
nunca fueron gratas porque la mayoría de las veces traían alguna noticia
desagradable. Pero esa vez, no. Venía a decirme que varias compañeras
que conocí en el momento en que llegué a la prisión habían pedido por
escrito mi traslado al Pabellón 6.
—Señora, tiene cinco minutos para cambiar de alojamiento —me dijo la
jefa y, acomodándose los anteojos, que se le resbalaban por la nariz,
dio media vuelta y desapareció como había llegado.
Mis actuales compañeras y yo nos quedamos sorprendidas, hasta que el
grupo reaccionó. Insistentes como pájaros carpintero, mis compañeras no
dejaban de reclamar: “Negate al cambio”, “¡Claro, se va con la Rímolo!”,
“Sí... ¡allá tiene a sus amigas!”.
Puras demostraciones de celos afectuosos e injustificados. Guardé como
pude mis pertenencias (“los monos”) que a esa altura de la condena se
resumían en doce bolsas de consorcio. Y entre ropa, zapatos, papeles de
la causa y herencias de otras compañeras que se habían ido en libertad,
me mudé siguiendo los designios trazados por el sistema.
Muñeca para armar
Mis antiguas compañeras me esperaban hacía semanas: el encuentro fue
muy emocionante. Me sorprendió verlas maquilladas y arregladas como para
una fiesta. Siempre me quedé con la duda de si secretamente querían
pertenecer al club de las rubias o lo habían hecho para recibirme. Años
más tarde alguien me confió que lo habían hecho por mí.
Como los obreros de las construcciones pasándose baldes de cemento, me
ayudaron a entrar las bolsas. Con ayuda y todo acomodarme en mi nuevo
espacio me tomó casi tres horas.
Todavía no la había visto y me moría de curiosidad. En un momento de
relax en que las chicas me invitaron a tomar mate (práctica
indispensable para el chusmerío) vi a una rubia despampanante salir de
la ducha envuelta en un gigantesco toallón blanco con el pelo aún
chorreando agua. Con una sonrisa tímida pero con gran dominio de
anfitriona se presentó y me invitó, junto con las demás, a cenar en el
comedor.
Giselle Rímolo contaba con un séquito que la seguía a todos lados.
Aunque se trataba de amoldar a la vida tumbera lo mejor posible, nunca
pasó desapercibida. Se cuidaba tanto en las comidas como en el más
mínimo de los detalles de su imagen. Algunas de las compañeras hacían de
estilistas, manicuras, cosmetólogas o psicólogas. En esta vida todo
tiene un precio. Giselle lo pagaba sin chistar.
Cada vez que se duchaba, se generaba una ceremonia. Las estilistas
entraban al baño a recuperar el pelo de las extensiones que, con el
agua, se iba despegando. Con mucha paciencia lo secaban, peinaban y
volvían a unir todo con la pistola de siliconas. Lamentablemente las
uñas esculpidas no corrieron la misma suerte. Y sin embargo, ella no se
resignaba jamás. Debía seguir mostrándose como una estrella: para su
familia, su novio y los abogados.
El desfile continúa
Como en las mejores agencias de noticias, en ese ambiente de
compañerismo equilibrado nos íbamos enterando cuándo venían a visitarla.
A muchas de las chicas les encantaba admirar, aunque fuera unos
instantes, al abogado de Giselle. Un bombonazo. El mismo que, dicen,
tiene su oficina como la de El abogado del Diablo.
Las primeras veces Giselle recibió a su novio, a los abogados y a sus
familiares en el SUM (Salón de Usos Múltiples), que se usaba como
gimnasio.
¡Oh, casualidad! ¡Se podía salir a practicar vóley justo en medio de tan famosa reunión!
La cantidad de veces que la pelota se fue a los pies del abogado era
inverosímil. Con cada devolución acompañada de sonrisas se oían los
suspiros.
A medida que la causa avanzó, fueron buscando un poco más de calma y
privacidad en la sala de abogados del penal, que estaba en un pasillo
contiguo al gimnasio. Pero ni siquiera esta maniobra desalentó a las
enamoradas para seguir con la tarea de espionaje.
Así también conocimos a Silvio S., todo un caballero que desplegaba
buen humor y repartía besos y autógrafos a pedido de las fanáticas.
Siempre bien predispuesto y vestido con trajes en tonos claros que
destacaban su elegancia. De un día para el otro no lo vimos más. Estaba
preso en Devoto.
La mesa está servida
Por lo general se dice que en un penal de hombres se ven más visitas
que en uno de mujeres. Tal vez la fidelidad femenina se destaca más en
estas circunstancias. Es cierto que las oportunidades de trabajo para
los masculinos son menores que para las mujeres. Mantenerse dentro de un
penal no es fácil. También convengamos que las mujeres tenemos más
gastos: maquillaje, maquinitas de afeitar, jabón perfumado, ropa, algún
perfume permitido, corpiños de encaje para alguna ocasión especial en
las visitas íntimas (ya no se usa el término “higiénicas”, porque de
higiénicas no tienen nada y debería extenderme en una explicación que no
viene al caso por ahora). Pero es verdad. Si uno pudiera pararse a
observar la entrada en ambos penales a la misma hora, vería la
diferencia. Por eso es que cada vez que alguien recibe visita todo se
transforma en una fiesta. Se le da mucha importancia porque es lo que
conecta con el afuera, con la familia, con los afectos, las noticias del
día, los manjares que no se prueban hace años. Manjares que una minoría
disfruta de manera ilegal, pero que con la venia de los penitenciarios
se vuelven tan legal como el agua que sale de los grifos.
Pasamos veladas encantadoras, hacinadas en el Sum, con chicos que
juegan a la pelota y usan los termos de agua caliente para sus arcos de
fútbol, escuchando de fondo la música ensordecedora de los himnos de la
cárcel (cumbia villera, cumbia santafesina, salsa de la buena, bachata y
algún que otro rock and roll), manos de enamorados que se pierden bajo
los manteles que sospechosamente están más caídos de un lado que del
otro. Los baños, tanto para los visitantes como los que usan las
internas, rotos desde hace años, dejan una estela de agua que decanta,
por el desnivel del piso, hacia el patio con jardín y todo eso. Da la
sensación de estar pasando un día genial en un recreo en el Delta del
Paraná.
Luego de esas cinco horas de algarabía, nos despedimos con resignación
de nuestros familiares o amigos, que con lágrimas en los ojos nos ven
desaparecer por un pasillo oscuro, para volver a la rutina: “la
requisa”, que no es otra cosa que la revisión obligatoria de todas las
pertenencias que nos trae nuestra familia y la revisión de nuestros
cuerpos desnudos.
Pero como cada regla tiene su excepción (si no, no existirían reglas) y
la justicia no es ajena a esto, las visitas de la gente famosa son
diferentes: resguardadas de los curiosos y con una cantidad de
privilegios que las presas comunes no gozamos. Así, gracias a la corta
estancia de Giselle en la cárcel, el “rancho” --grupo reducido de
compañeras que se juntan por afinidad y conveniencia-- disfrutaba de
algunos productos prohibidos, no ilegales. Silvio y el abogado le traían
sánguches de miga triples, tortas rellenas, fiambres de todo tipo y las
estrellas: milanesas ya preparadas y listas para freír. Además de
buenos maquillajes de calidad, cigarrillos Box y muchos medicamentos que
muchas veces salvaron nuestro estómago y que no eran precisamente para
adelgazar.
Política común dentro de cada “rancho”: compartir lo que se traía de
una visita. La mesa del comedor se llenaba de paquetes para el disfrute
de todas. Cabe aclarar que, aunque Giselle era un personaje público y
con mucho más poder adquisitivo que el resto, las demás no nos
quedábamos atrás en cuanto a volumen de paquetes y que, cuando ella se
quedaba sin tarjetas o sin cigarrillos, también nosotras se los
brindábamos.
El “rancho” se componía de cinco mujeres: Mónica P., Carla Z., Betiana
Z., Silvina P. y Giselle, de entre 25 y 45 años. La mayoría había pasado
por la Unidad 3. Veníamos con un bagaje cultural y de vida muy
distintos. Así y todo, congeniábamos bastante bien y tratábamos de
llevar una convivencia tranquila.
Heidi y Manolito
Como ocurre en todo penal, además de la flora y de la fauna que nos
rodeaba, teníamos la posibilidad de disfrutar de unos simpáticos
perritos adoptivos, que veíamos a través de una ventanita que daba al
penal de hombres (la Unidad 19). Giselle los bautizó Heidi y Manolito.
En dos platos, les preparaba fiambre y milanesas que los pichichos se
encargaban de tragar frenéticamente y les acercaba un tacho con agua.
Meses después, leí en alguna revista de chusmerío de la época que
Giselle mencionaba a los dos perritos por sus nombres y con mucho
cariño.
Luego de su partida siguieron viniendo a alimentarse, hasta que un día
un alma caritativa se los llevó a su casa. Supimos que estaban bien
cuidados y que esa persona los había vacunado. Que se bañaban
periódicamente y que fueron felices. Mientras estuvieron con nosotras,
nos encargábamos de llamarlos sacando medio brazo afuera y así podíamos
darles un poco de amor intercambiando pulgas, babas y garrapatas.
Una visita inesperada
Luego de varios meses, Giselle leía revistas y miraba hipnotizada la
televisión, buscando alguna noticia que hablara de ella. Mantenía su
imagen a fuerza de prácticas estéticas, charlaba a más no poder de los
planes que haría cuando recuperara la libertad, compartía sus vivencias
con sus compañeras, se ocupaba de los perritos, acataba órdenes de las
celadoras (guardia cárceles, grises, policías, yuta) y estudiaba algún
que otro curso en la sección Educación.
Una de las tantas noches en que nos reuníamos alrededor de la única
tele que tenía el “rancho”, nos acomodamos las cinco, como pudimos, en
uno de los dormitorios/celda de nuestra compañera Mónica. Tres encima de
la cama, Giselle en una silla en el único rinconcito que quedaba,
haciendo una “ele” con la puerta que da al pasillo que conecta los
dormitorios, el baño y el lavadero. En un extremo del pasillo, la reja
cerrada. En el extremo opuesto, la ventana que daba al campo, también
cerrada. Yo, metida con una silla plástica, de esas de jardín, en medio
de la puerta de la celda, mitad del cuerpo dentro y el respaldo de la
silla, casi en el pasillo. Todas charlábamos a la vez, mirábamos la
tele, nos íbamos pasando el mate, Giselle preparaba pan con fiambre.
—Uy, disculpe...
Alguien había posado su mano en mi hombro izquierdo y había pronunciado
esas palabras. Cuando me di vuelta para mirar, no había nadie. Giré mi
cabeza para el lado derecho y vi como una imagen nubosa de color blanco
se iba difuminando a medida que se acercaba a la ventana del campo. La
miré a Giselle. Estaba pálida.
—¿Vos viste lo mismo que yo? —le pregunté.
—No, no, yo no vi nada.
El pan se le cayó al piso. Las manos le temblaban.
Las demás chicas, concentradas en el programa. Años más tarde una de
las chicas que todavía seguía detenida me confirmó que ella también
había visto algo, pero que le había dado tanto miedo que respondió lo
mismo que las demás.
Mar de Tiburones
Por las noches lloraba en silencio, pero las paredes parecían de
cartón. No era hermosa, aunque sí interesante. Flaca, rubia, pelo largo,
siempre impecable aunque no se vistiera como en libertad. Su lenguaje
coloquial invitaba a la conversación de temas banales y cosas
intrascendentes que la sacaban por un rato del mundo tumbero. Siempre
supo guardar muy bien en su interior lo más íntimo, lo que la
angustiaba, y pocas veces demostró debilidad. Todas pasamos por la misma
experiencia. Con esas características era previsible que el mar de
tiburones que la rodeaba estuviera al acecho para sacarle ventaja.
Muchas veces insinuó que la tenían amenazada de otros pabellones, que le
pedían “cosas” (cigarrillos, tarjetas de teléfono, tintura para el
cabello) como pago a cambio de protección. Allí, uno termina haciendo lo
que puede y se defiende con las herramientas que trae del mundo
exterior. Por sobre todas las cosas, siempre trató de caerle simpática a
todo el mundo. Eso hizo que cada vez que daba algo lo diera con
franqueza y no por miedo.
A pesar de esta circunstancia, algunos días de la semana (cuando le
tocaba realizar la limpieza del pasillo central y común a todas las
internas) tenía que enfrentarse con algunos peces gordos que la
asediaban, tanto para la entrega de alguna tarjeta de teléfono, como
para recibir piropos y propuestas de los “chongos” (mujeres que gustan
de otras mujeres, pero que se visten de varoncito para masculinizarse y
adoptan lenguaje y ademanes de hombre). Puedo asegurar que jamás aceptó.
La despedida
Con Giselle, compartimos unos cuantos meses de ese fatídico 2004. Se
fue un viernes, envuelta en un tailleur de reconocida marca de color
rosa, que hacía juego con las uñas recién pintadas y el pelo medio
ondulado. Nunca pareció una presa común, tampoco lo era, pero se encargó
de no sobresalir demasiado. Solemos levantarnos muy temprano. Las
primeras mañanas, Giselle peregrinaba a los teléfonos públicos. No
paraba de llamar a su abogado para que la sacara lo más rápido posible.
La pasó mal y después se acomodó.
Ese viernes, una la peinó, ella se maquilló, se pintó las uñas de las
manos y de los pies. Eligió bien la bijouterie, no muy cargada, apenas
unos anillos, aros haciendo juego y una pulsera que a último momento
terminó regalando como recuerdo. A cada rato iba al baño: el único lugar
donde una puede mirarse en un espejo.
Enfundada ya en sus tacos, se escuchaba el tac tac a cada paso que
daba. Parecía nerviosa, confundida y, alegre: una maraña de sentimientos
encontrados. En los ojos se le veían las ganas de llorar, gritar,
putear a alguien, todo comprimido en la garganta. No debía llorar porque
se le hubiera corrido el maquillaje. No debía gritar porque iban a
pensar que le estábamos haciendo algo. No debía putear, porque lo único
que le faltaba en su último día de cárcel era irse con una sanción.
Parecía sentirse una diva venida a menos, pero el hecho de ponerse
coqueta le levantó el ánimo. Tenía que enfrentarse a la mismísima señora
Justicia, al fiscal y a los abogados, a los medios que la estarían
asediando, a los familiares, a los pocos amigos que quedan luego de
pasar por la prisión y, lo más difícil, a ella misma.
Fue acomodando las pocas pertenencias que se iba a llevar dentro de la
cartera. Antes de despedirse repartió sus bienes materiales entre su
“rancho”. Todas por igual sin distinción de jerarquías. Juegos de
sábanas sin usar, maquillajes, tintura para el cabello, cigarrillos,
tarjetas de teléfono, esmaltes para las uñas,costurero, medicamentos
para dolencias mínimas y comestibles de todo tipo que compartimos con
las mascotas.
Al mediodía, una celadora le avisó que el carro de traslado la
esperaba. Después de tantas vivencias, el cariño aflora. Más allá de las
acusaciones, el compañerismo es ciego como la justicia. Por regla
general y una cuestión de respeto, entre los presos más viejos existe el
código de no preguntar por qué causa entró uno al penal: salvo al juez,
a nadie le debe importar. Ya bastante sufrimiento es el que uno padece
estando en estas condiciones. Uno y su conciencia. Lo que sí importa es
cómo actua con los que lo rodean.
Entre abrazos, lágrimas, sonrisas expresando toda la fuerza para
enfrentar el futuro, empujones de algunas desubicadas, gritos, aplausos y
cacerolazos, la vimos irse por esos pasillos interminables y a media
luz que a veces conducen hacia la libertad.
Sólo la volví a ver en las noticias. Supe que le habían pedido nueve
años de prisión y que parte de la causa prescribió. Cuando la vi en la
tele se la notaba muy desmejorada. Muchas personas que transitan por
estos lugares no vuelven a ser las mismas. Las rejas te consumen el
físico y el cerebro. Hay que tener cintura para bancarse tanto tiempo de
encierro y salir coherente.
Pasaron unos cuantos años. Los “ranchos” se disolvieron y a medida que
se dio el recambio en la población penal, se formaron otros nuevos, con
compañeras distintas.
A las de entonces no las volví a ver más. Es una buena señal porque no
reincidieron. A otras, con el correr de la tecnología las ubiqué en el
ciberespacio. Se dedicaron a formar una familia o a rearmar la que ya
tenían. Algunas, con hijos o nietos.
Acá, estamos las que seguimos esperando la libertad, con salidas
transitorias que nos permiten volver a la sociedad, despacio, pero con
paso firme. El paso del tiempo no fue en vano. Afuera, hay personas que
nos esperan con alegría. Saber eso nos da la fuerza y la dignidad que,
de a poco, fuimos perdiendo en la prisión.
*Este texto recibió el primer premio del concurso de Crónicas "La voluntad", organizado por Revista Anfibia, Fundación Tomás Eloy Martínez, Editorial Planeta y los escritores y periodistas Eduardo Anguita y Martín Caparrós. Se publicó en el libro "Otra Argentina" (Planeta, abril, 2014).
No hay comentarios:
Publicar un comentario